William Adolphe Bouguereau

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lunes, 30 de septiembre de 2013

LA TRAGEDIA DE LOS MORISCOS - EL EXILIO DE LOS ÚLTIMOS MUSULMANES DE AL-ANDALUS

Ahmad Thomson
A principio del siglo XVII, Al-Andalus se encontraba en una situación crítica. Por aquel entonces ya estaba claro que no había forma de que los moriscos se convirtieran en cristianos obedientes y voluntariosos. La Iglesia había privado a los musulmanes de la práctica abierta del Islam, pero no pudo convencerles de la validez de la religión oficial. El resultado de trescientos años de persecución continua fue un amargo antagonismo entre los cristianos viejos y los moriscos. Los moriscos desconfiaban y odiaban la institución de la Iglesia católica, cuyos miembros habían sido los responsables de la sucesivas rupturas de los tratados hechos entre los cristianos y los musulmanes. Los cristianos viejos despreciaban a los moriscos y les veían como herejes obstinados y ciudadanos avariciosos de segunda clase que merecían los malos tratos que sufrían y no tenían derecho a ser protegidos por la ley.
El país estaba plagado de ignorancia, temor y superstición. Si algo iba mal, se culpaba a los moriscos y los rumores de que los moriscos se hacían cocineros para envenenar a sus amos y médicos para matar a sus pacientes cristianos, se convirtieron en algo usual. Se decía incluso que los moriscos habían matado cristianos para beber su sangre. Por otro lado, los moriscos seguían siendo acosados por la Inquisición y esto lograba únicamente aumentar el odio que sentían por sus amos:
En cualquier momento, la traición o el juicio de uno de ellos podía implicar a toda una comunidad. En 1606, una muchacha de diecinueve años llamada María Páez, hija de Diego Páez Limpati, trajo la desolación a los moriscos de Almagro, acusando a sus padres, hermanas, tíos, primos, parientes y amigos. Las incriminaciones, por supuesto, se extendieron. El padre de la muchacha fue quemado por impenitente porque no confesaba; su madre, que confesó, fue reconciliada y condenada a prisión perpetua y así hasta un total de veinticinco moriscos de Almagro, de los cuales cuatro fueron entregados al brazo secular. Puesto que la confiscación de bienes acompañaba siempre a la sentencia, la Inquisición reunió con toda probabilidad una abundante cosecha. Las comunidades moriscas eran objeto de devastaciones de este tipo constantemente.
Las malas relaciones entre los católicos y los moriscos habían llegado a tal extremo, que Felipe II se vio obligado a considerar seriamente qué debía hacerse con los moriscos. En el último cuarto del siglo XVI éstos habían aumentado notablemente en número y aunque no se les veía practicar el Islam externamente, parecía posible, si no probable, otra revuelta. Era evidente que los violentos métodos utilizados por la Inquisición habían dejado de servir para algo más que una muestra exterior de conformidad por parte de los moriscos que no habían muerto. Parecía que el único remedio residía en ponerles de rodillas por el uso de una fuerza aún mayor y las propuestas más razonables que habían hecho unas pocas voces aisladas en el pasado, estaban claramente desechadas. Cuando se las sugirieron al Rey, fueron rechazadas, pues suponían un reconocimiento parcial del camino del Islam.
La primera de esta proposiciones había sido la de que los moriscos fuesen obligados a casarse con cristianos viejos, hasta quedar absorbidos dentro de la población general de España. Tales matrimonios, que habían sucedido libre y espontáneamente cuando los musulmanes llegaron a España, fueron descartados. No sólo eran ilegales, de acuerdo con la ley del país, sino que además eran completamente contrarios a la doctrina de la "limpieza de sangre" que estaba marcada indeleblemente en los corazones de muchos cristianos de la época.
La segunda era más liberal aún y, por lo tanto, rechazada con más vehemencia. Se sugería que se les permitiera a los moriscos vivir como quisieran y seguir el camino del Islam si lo deseaban. De esta forma, se les podría atraer a la religión oficial poco a poco y convertirles al catolicismo romano sin derramamiento de sangre. Los inquisidores se aseguraron de que tal propuesta fuera desestimada. Sabían que los musulmanes nunca iban a aceptar el cristianismo voluntariamente. Es más, el Papa no lo permitiría ya que ello equivaldría al reconocimiento de la libertad de conciencia prohibida por los cánones de la Iglesia. Semejante idea era una "herejía protestante", totalmente inaceptable para la Iglesia católica romana. Más aún, según el Papa, el bautismo oficial era un matrimonio del alma con Dios. En el Concilio de Trento de 1565 se había decidido que los niños de padres bautizados debían ser bautizados al nacer y obligados, bajo pena, a llevar una vida cristiana. Los moriscos eran los niños recientemente bautizados por la Iglesia -se respondía- y por tanto, a la Iglesia correspondía la responsabilidad, como una madre amante, de no descuidar o separase voluntariamente de ninguno de sus hijos. Por otra parte, si a los moriscos se les hubiera permitido vivir abiertamente de acuerdo al Islam, muchos cristianos podían verse inducidos a unirse a ellos, poniendo de esta forma en duda la religión oficial.
Las otras propuestas hechas a Felipe II eran, al igual que las tradiciones establecidas por la Iglesia, mucho más violentas. Estaban alimentadas no sólo por el temor a una revuelta dentro de España, sino también por la posibilidad de una invasión desde Marruecos, al tiempo que los musulmanes de Turquía seguían haciendo nuevas conquistas:
La amenaza constante de la expansión turca y las repetidas incursiones a las costas españolas de algunos merodeadores hizo disminuir más aún la tolerancia con los moriscos. En 1579 en Andalucía y en 1586 en Valencia, se prohibió a los moriscos vivir cerca de las costas, por la facilidad de escapada y de invasión que ello suponía.
Estos temores de invasión desde fuera aumentaron tras la derrota de la Armada Invencible por Gran Bretaña, una victoria que dejó a España incapaz de rechazar una invasión por mar. La posibilidad de una reconquista de Al-Andalus por parte de los musulmanes parecía cada vez más probable; a la luz de tales circunstancias se hicieron las siguientes sugerencias:
En primer lugar, que los niños moriscos fuesen separados de sus padres y distribuidos entre los cristianos viejos. Esta fue desestimada ya que se había intentado en el pasado sin gran éxito, aparte de lo cual había ahora 40.000 nuevos niños moriscos cada año, un número demasiado alto a la hora de distribuirlos. Más aún: una medida como ésta podría provocar una rebelión.


En segundo lugar, que los niños moriscos fueran obligados a asistir a escuelas cristianas, de forma que aunque los padres no pudieran ser integrados en la religión oficial, al menos lo fueran sus hijos. Esta sugerencia fue rechazada también, por poco práctica ya que no existían aún escuelas para niños moriscos.
Tercero, se sugirió que se reconsiderase la propuesta hecha por el Duque de Alba en 1581 de poner a los moriscos en embarcaciones y abandonarlos en alta mar. Esta proposición, junto con la de Martín de Salvatierra, obispo de Segorbe, el cual había sugerido en 1587 que los moriscos fueran expulsados como lo habían sido anteriormente los judíos, en un principio fueron rechazadas debido a la presión ejercida por los señores nobles de los moriscos.
La propuesta de expulsión, sin embargo, ganó cada vez más adeptos, especialmente entre los eclesiásticos, y en 1590 se sugería de nuevo seriamente que el Rey procediese contra los moriscos sin excepción, sin perdonar a ninguno. Había que matarlos, exilarlos para siempre o ponerlos en galeras de por vida. El Arzobispo Ribera sugirió que se esclavizara a todos los varones, enviándoles a las minas de las Indias. Los hijos de los moriscos debían quedarse y cuando alcanzaran la edad laboral, deberían partir hacia allá, para prestar una ayuda adicional. Y calculó que, si su propuesta era aceptada, serían enviados cada año 4.000 jóvenes más a las Indias.
Que estas proposiciones estaban hechas en serio lo demuestran los edictos de 1591 y 1593, que exigían la sumisión de todas las armas que quedasen en manos de los moriscos, preparación necesaria antes de una expulsión masiva o un acto de genocidio. Lea escribe:


Dos inquisidores recorrieron el país, confiscando 7.076 espadas, 3.783 arcabuces, 489 ballestas, 1356 picas, lanzas y alabardas y un gran número de armas de otros tipos. Los cuchillos estaban permitidos, pero pronto aumentaron de tamaño y algunos se volvieron de tamaño formidable, hasta que dos o tres funcionarios de la Inquisición fueron muertos con ellos cuando practicaban arrestos; entonces un edicto publicado en 1603 prohibió los cuchillos puntiagudos. Los resultados de estas precauciones dieron su fruto cuando se aplicó el edicto de expulsión y cayeron asesinados los hombres desesperados que intentaron una inútil resistencia.3
De esta forma quedaba abierta la preparación de la expulsión y el genocidio de los moriscos y lo único que faltaba era la sanción pública de la Iglesia.
A pesar de ser tan feroces e inhumanos, estos proyectos no turbaron la conciencia de nadie. Había bastantes teólogos y eruditos que estaban deseosos de asegurar que estas propuestas para la eliminación final de los musulmanes de Al-Andalus, estaban dentro de los límites de la ley canónica. Argumentaban que en virtud del bautismo, los moriscos eran cristianos. En virtud de sus acciones privadas y de lo que creían secretamente, eran herejes que habían renegado de su bautismo, por lo tanto, merecían morir. El simple hecho de permitirles vivir era un exceso de generosidad y misericordia. Su "culpa" era tan evidente, que para condenarles no eran necesarios ni pruebas formales ni juicio. Una sentencia de muerte común para todos ellos sería un servicio a Dios.
Todas las propuestas presentadas para tratar de resolver el "problema morisco" fueron estudiadas por la Sagrada Congregación de Ritos. Esta declaró que no encontraba nada en ellas contrario a la doctrina y a la práctica ortodoxa de la Iglesia. Fray Bleda aceptó las sugerencias como acordes con las enseñanzas de la Iglesia católica romana. Publicó unas "irrefutables" autoridades eclesiásticas en las que mostraba que el Rey podía ordenar que los moriscos andaluces fueran vendidos como esclavos o matados de una vez, si así lo deseaba. El mismo Bleda era partidario de la matanza con preferencia a la expulsión. Sus escritos y puntos de vista fueron universalmente aprobados por la Iglesia oficial de España y el Rey pagó todos los gastos de imprenta de su obra.
Los argumentos esgrimidos por Fray Bleda en favor de la masacre de los moriscos o la expulsión masiva, fueron estudiados detenidamente por el Papa Clemente III, que declaró que estaban libres de todo error. La sanción final y la aprobación por parte de la Iglesia de la eliminación de los musulmanes que quedasen en Andalucía estaba dada. Esto sucedió cuando se estaba viviendo el momento de máxima tensión por miedo a otra invasión musulmana.
En 1596 se hizo público que había veinte mil moriscos andaluces y toledanos, con unos ingresos de veinte mil ducados anuales. El antiguo temor de que los moros nativos decidieran ayudar a las fuerzas turcas en su invasión a España, se hizo sitio en la mente popular.
Lo único que consiguió impedir la expulsión de los musulmanes en ese momento fue la influencia de los nobles y los terratenientes. Aunque los líderes de la Iglesia oficial hubiesen preferido librarse de los moriscos, los nobles enfatizaron la crisis económica y los males consecutivos a la expulsión, si se escuchaban sus consejos, y el empobrecimiento que supondría para los nobles, las iglesias, los monasterios, los propietarios y ciudadanos, que habían obtenido sus riquezas de las rentas cargadas a los asentamientos moriscos, que ascendían a once millones de ducados, la disminución de los ingresos reales por los guardacostas, la desesperación de los moriscos que les impulsaba a la rebelión y la enemistad del pueblo con los nobles.
La Iglesia, sin embargo, como había quedado demostrado por los bautizos masivos de los mudéjares del norte de Al-Andalus setenta y cinco años antes, era más poderosa que los nobles, y que sus líderes consiguieran su propósito era ya cuestión de tiempo.


Hubo un breve respiro en el debate en el momento de la sucesión del trono. Consumido por la gota y estrangulado por el asma, el rey Felipe II permaneció en el lecho de muerte durante dos meses. A duras penas podía moverse, pero le quedaba vida suficiente para tener plena consciencia de su propio sufrimiento. Estaba cubierto de tumores y abcesos que, cuando se abrían, despedían un hedor tal que no podía ser disimulado ni por los perfumes más fuertes. Finalmente, su reinado, que había durado cuarenta y dos años, terminó con su muerte el 13 de septiembre de 1598. Los musulmanes andaluces tomaron su lenta muerte como una señal de Allah y como parte de la retribución por los errores que Felipe II había cometido con ellos.
Felipe III ascendió al trono, pero por aquel entonces su actuación se reducía a la de un mero comparsa. El Duque de Lerma, Marqués de Denia, se convirtió prácticamente en el gobernador de toda España; se sabe que el 2 de febrero de 1599 éste expresó la opinión de que todos los moriscos comprendidos entre las edades de 15 a 60 años merecían morir. Los hombres y mujeres mayores de esta edad, debían embarcar rumbo a Africa, mientras que los niños menores de quince años debían entregarse a la Iglesia católica romana. El trato para con los moriscos empeoró, aunque no había aún llegado el tiempo de llevar a la práctica estas propuestas a escala nacional.
En 1602 fue descubierta una conspiración en la que estaban implicados los moriscos y Enrique IV de Francia, que no tenía buenas relaciones con España. Se publicó inmediatamente un decreto por el cual se concedía a los moriscos un mes de plazo para vender sus propiedades y abandonar el país. A los que se quedasen les esperaba la muerte y la confiscación de bienes. Estos decretos no se pusieron en práctica de hecho en todo el país, pero sí crearon mucha tensión entre los musulmanes. En los años siguientes, los moriscos fueron tratados con creciente desconfianza y brutalidad y no puede sorprendernos que en 1608 se informase al Rey de que los moriscos estaban haciendo repetidas peticiones de ayuda a los musulmanes de Marruecos. De resultas de ello, los movimientos de los moriscos andaluces fueron aún más severamente restringidos por los decretos de 1608: Los cuales reforzaban el estado de servidumbre en el cual vivía la mayoría de los moriscos, al prohibirles cambiar de domicilio o trasladarse de una provincia a otra, bajo pena de muerte.
La presencia de los moriscos en Al-Andalus fue tolerada un año más, pero estaba claro que la situación no podía mantenerse así indefinidamente. La tensión aumentaba inexorablemente en todo el país, hasta que alcanzó un punto máximo. Finalmente y de repente, se tomó la decisión de expulsar a todos los musulmanes andaluces.
A principios de septiembre de 1609, se reunió lo que quedaba de la Flota española en Valencia, donde estaba la mitad de los moriscos de la Península y, por tanto, era en potencia la provincia más peligrosa. Había allí sesenta y dos galeras y catorce galeones, que daban cabida a ocho mil soldados disciplinados, los cuales, con la infantería, formaban un conglomerado que daba indicios de la magnitud de la empresa emprendida y de los peligros que se daban por hechos en su ejecución. Hacia el 17 de septiembre habían llegado ya a sus correspondientes destinos en Alicante, Denia y los Alfaques de Tortosa y los hombres comenzaron a desembarcar. Tomaron posesión de la Sierra de Espadán y guardaron las fronteras para impedir la entrada de moriscos aragoneses en ayuda de los moriscos valencianos, caso de producirse alguna resistencia a la expulsión.


El 21 de septiembre, los señores y grandes terratenientes que habían de colaborar en la organización de la expulsión de sus vasallos, recibieron del rey sus instrucciones. En sus cartas éste les recordaba las constantes llamadas de socorro de los moriscos a los musulmanes turcos, a Muley Gidan, a los protestantes y a los restantes enemigos de España, quienes habían prometido ayudarles. Resaltaba también en estas cartas el evidente peligro que suponían, junto con el valor del servicio que rendirían a Dios al acabar con la "herejía y apostasía" de los moriscos, de una vez por todas. Anunciaba, por lo tanto, su decisión de expulsarlos a todos y pedía a los nobles que cooperasen con Mejía, el Virrey, que era el encargado de todo lo referido a la expulsión. Mejía, seguía diciendo, les informaría de que obtendrían las propiedades de sus vasallos y, además, les prometía que se aseguraría por todos los medios posibles de que quedasen debidamente compensados por las pérdidas que les ocasionara la expulsión.
El edicto de expulsión se publicó el 22 de septiembre de 1609. Comenzaba con la acostumbrada letanía de la "traicionera correspondencia" de los moriscos con los enemigos de España y de la necesidad de aplacar a Dios, -al Papa, en otras palabras- por las "herejías" de aquellos; por lo tanto, en vista del fracaso de tantos esfuerzos por convertirles, el Rey había determinado enviarles a todos a Berbería.
Las condiciones de la expulsión eran menos inhumanas en comparación con las medidas de Isabel y Fernando, o de Carlos V, lo cual refleja la consciencia del debilitamiento del poder para dominar la resistencia. Tales condiciones eran que, bajo la irremisible pena de muerte, en el plazo de los tres días siguientes al de la publicación del edicto, todos los moriscos de ambos sexos, con sus hijos deberían partir de las diferentes ciudades y pueblos para embarcarse en los puertos designados por un comisario. Podían llevarse cuantas posesiones pudieran cargar a la espalda. Encontrarían barcos preparados para conducirles a Berbería y se les alimentaría durante el viaje, aunque debían llevar consigo cuantas provisiones pudieran. En esos tres días debían permanecer en sus lugares de residencia, esperando las órdenes del comisario y pasados los tres días, quienquiera que fuese encontrado fuera de su vivienda podría ser robado por el primero que llegase y entregado a los magistrados, o ser asesinado en caso de ofrecer resistencia. Como veremos, esta última previsión fue interpretada por muchos cristianos viejos como una autorización para robar y matar a los moriscos que se marchaban.


El edicto mbién tuvo en cuenta a los señores y nobles que iban a ver repentinamente menguada su mano de obra. Toda hacienda real y toda propiedad personal que los moriscos no pudieran llevarse consigo, pasaría a propiedad de sus señores. A quien escondiese o enterrase sus posesiones, o prendiera fuego a las casas o cosechas, se le mataría junto con los demás habitantes del lugar. Para conservar las casas, el molino azucarero, la cosecha de arroz y los canales de irrigación y para instruir en su uso a los nuevos pobladores cristianos, se le permitió quedarse a un seis por ciento de los moriscos, pero solo podía tratarse de labradores, los más ancianos y los que hubieran manifestado una mayor inclinación a hacerse cristianos.
Había previsiones especificas en lo que se refería a los niños de los moriscos. Los niños menores de cuatro años que quisieran quedarse podían hacerlo, con el consentimiento de sus padres o tutores. Los niños menores de seis años cuyos padres fuesen cristianos viejos, podían quedarse al igual que sus madres moriscas. Si el padre era un morisco y la madre cristiana vieja, tenían que irse y los niños menores de seis años debían quedarse con la madre.
Aquellos moriscos que hubieran vivido durante dos años entre cristianos viejos sin haber visitado nunca las aljamas, o barrios donde vivía la mayoría de la comunidad morisca, y que hubiesen recibido la comunión voluntariamente, estaban autorizados a quedarse en Andalucía. Los fugitivos escondidos eran castigados con seis años de galeras y les estaba estrictamente prohibido a los soldados y cristianos viejos el insultar o injuriar a los moriscos de palabra o hecho. Más aún, para demostrar a los moriscos que la extradición a Berbería iba a llevarse a cabo de buena fe, tras la llegada de cada remesa debía permitirse que volvieran diez de ellos para explicar a los moriscos que aún esperaban ser embarcados el trato satisfactorio de que habían sido objeto.


Cuando los nobles oyeron que se había publicado el decreto de expulsión, elevaron sus protestas, pero éstas no sirvieron para contrarrestar la influencia de la Inquisición. La expulsión era el último eslabón en la creación de una sociedad cerrada. En sí mismo, era parte del proceso adelantado inexorablemente por el Santo Oficio y por los mecanismos del gobierno castellano. Cada etapa del problema morisco fue controlada y dirigida por la Inquisición, que con su colaboración hizo posible la expulsión. Dentro de Valencia fueron los clérigos quienes favorecieron la expulsión y los nobles los que se opusieron:
A pesar de las compensaciones previstas en el decreto de 1609, los nobles fueron a asegurarle al rey y al duque de Lerma que Valencia quedaría completamente arruinada si se expulsaba a los moriscos ya que ellos eran quienes realizaban todo el trabajo.
La decisión de expulsar a los moriscos estaba, sin embargo, tomada y nada podía ya hacerse. El 27 de septiembre de 1609 el arzobispo Ribera predicó un sermón que fue muy alabado entonces por haber facilitado en gran manera la aceptación del decreto por parte de los cristianos de España.


Justificó la expulsión con minuciosidad considerable, por medio de citas de la escritura en las que prohibía la amistad y las relaciones con los infieles y los herejes. Dijo a quienes le escuchaban que los moriscos habían ofrecido ayudar al Turco con 150.000 hombres y que a la siguiente primavera habrían visto la flota turca desembarcar en sus orillas y pintó un horrible cuadro del momento en que sus hermanos e hijos fuesen matados y en toda España se venerase el nombre de Muhammad y se blasfemase el de Cristo. Para impedir esto, el Rey tenía que emplear un remedio que, aparte de ser el único posible, era tan admirable, tan divino, que no podía haber sido pensado por prudencia humana sin iluminación de lo alto, como ejemplo para todo el mundo y admiración de todos los que viven y los que vivirán más tarde. ¿Quién podría expresar la cristiandad, la prudencia y magnanimidad y la grandeza de esta obra?. Las iglesias que habían sido ocupadas por dragones y bestias salvajes lo serían ahora por ángeles y serafines. Todos ellos confesarían humildemente, él el primero, por haber vivido durante cuarenta años en paz con los moriscos, viendo con sus propios ojos las "blasfemias" que proferían. Tampoco quería dejar de ofrecer consuelo material a los nobles y propietarios por la disminución temporal de sus ingresos hasta que las cosas volvieran a su cauce, asegurándoles que todo les sería completamente repuesto, habida cuenta de la gran certeza de las recolectas.
Aparte de los nobles, la única gente que inicialmente se opuso al decreto fueron, por supuesto, los mismos moriscos. Al principio sus dirigentes intentaron que el decreto fuese anulado, pero de forma repentina e inesperada, se sometieron a éste:
Se reconoció que la resistencia era inútil y la sumisión inevitable, siendo el argumento más poderoso el de que, tras la derrota, sus hijos serían llevados y enseñados como cristianos, mientras que las profecías de las que se hablaba prometían una bendición inesperada. En consecuencia resolvieron irse todos, incluido el seis por ciento con permiso para quedarse, y sería considerado como apóstata el que decidiera quedarse. Esto produjo tal efecto que, algunos que habían estado luchando por ser incluidos entre el seis por ciento, ofreciendo incluso grandes sumas a sus señores, de pronto se negaron a quedarse aunque se les concediera lo que pidieran. El Duque de Gandía sufrió las consecuencias de ello: su cosecha de caña de azúcar era la mejor que se conocía hasta la fecha; todos los operarios de sus molinos de azúcar eran moriscos y nadie más conocía los procesos. No podía ofrecer lo único que podía inducirles a la tentación, porque ellos prometían su permanencia si se les permitía el libre ejercicio de su religión. El duque fue a suplicar al Virrey, pero Ribera declaró que se trataba de una concesión que estaba incluso más allá del poder del Rey o del Papa, puesto que estaban bautizados.
Este ejemplo de disociación de pensamiento, la práctica de sostener dos puntos de vista contradictorios simultáneamente, era típico de la Iglesia de aquel tiempo. Los moriscos, que eran cristianos a efectos técnicos, no tenían permitido abrazar el Islam abiertamente, porque habían sido bautizados de modo irrevocable y por tanto eran técnicamente miembros de la Iglesia hasta que murieran. Sin embargo, a pesar de comportarse como cristianos, no pudieron quedarse porque eran moriscos. De forma que el bautismo oficial era demasiado fuerte para liberar a los moriscos de la religión oficial y demasiado débil para conservarles dentro de la Iglesia. Los moriscos fueron condenados a la expulsión por la Iglesia porque no eran aceptados como cristianos ni tampoco les estaba permitido vivir como musulmanes.
Una vez que el decreto fue aceptado por los nobles y por los moriscos, los preparativos para la partida de los musulmanes empezaron ya en serio. Los moriscos comenzaron a vender todo cuanto pudieron de sus posesiones por un precio mínimo. El país entero se convirtió en un mercado. Caballos, ganado, aves, cereales, azúcar, miel, ropas, útiles domésticos y joyas fueron vendidos por una pequeña fracción de su precio real y al final acabaron por regalarse. Muchos de los nobles se quejaron de ello, porque, de acuerdo a los términos del decreto, se suponía que la mayoría de estos objetos estaban incluidos en su compensación. El Virrey, pues, publicó una proclama el 1 de octubre de 1609, prohibiendo bajo pena de nulidad, la venta de toda propiedad real, animales, cereales, aceite, censos o deudas, pero esto produjo un inminente peligro de rebelión y no se insistió.
La expulsión se llevó a cabo en breve espacio de tiempo y, aunque hubo muy poca o ninguna resistencia por parte de los moriscos, no tuvo lugar tan pacíficamente como lo garantizaban los términos del decreto:


Una vez que se sobrepusieron al desconcierto de tener que abandonar sus posesiones y dejar el hogar de sus antepasados, la perspectiva de llegar a una tierra donde pudieran practicar abiertamente su fe y verse libres de tan insoportable opresión despertó en muchos de ellos un gran anhelo por marcharse. Competían por las plazas de las primeras embarcaciones y los comisarios no encontraron problema alguno al supervisar su instalación y conducirles a los puertos designados en grandes grupos. Las tropas salieron a su encuentro para escoltarles hasta las galeras, protección necesaria debido a los muchos ladrones que se agolpaban allá. Se proporcionó comida a quienes la necesitaban, se atendió a los enfermos y se dieron órdenes estrictas de que nadie les injuriase de palabra o de obra, de forma que la buena impresión de los primeros animara a los siguientes. Al tiempo que se hacía este esfuerzo por suavizar el camino del exilio, era imposible refrenar la ambición de los cristianos viejos, que estaban acostumbrados a considerar a los moriscos como seres desprovistos de derechos. Salían en bandas, robando y con frecuencia matando a quienes encontraban en su camino. Fonseca nos cuenta que yendo de Valencia a San Mateo, vio las carreteras llenas de moriscos muertos. Para detener esto, se publicó un edicto real el 26 de septiembre, ordenando que se mantuviera la seguridad de las carreteras, en las proximidades de pueblos y ciudades. Esto demostró ser ineficaz y el 3 de octubre y posteriormente el día 6, el Virrey contó al Rey que los robos y asesinatos continuaban, aumentando la ansiedad más que la producida por la deportación de los moriscos.
Tres días después de la publicación del edicto, estos robos y asesinatos fueron pasados por alto por las autoridades, debido a la cláusula que afirmaba que cualquiera que saliera de su morada pasados tres días, podía ser robado por cualquiera que le encontrase y conducido a las autoridades, o ser muerto, caso de que ofreciera resistencia. Ya que el proceso de expulsión continuaba, el número creciente de robos y asesinatos seguramente inflamó aún más el odio de los moriscos hacia los cristianos.
Pasados tres meses del decreto, se habían embarcado unos 15.000 moriscos. Una vez que éstos se fueron la posibilidad de una resistencia a gran escala desapareció, por lo que los que quedaban sufrieron crecientes provocaciones, mientras esperaban la llegada de los barcos que habían de llevárselos. Se produjo una revuelta, a pesar de su absoluta falta de armas y se refugiaron en las montañas. La rebelión fue sofocada con sumo cuidado, del mismo modo que habían sido otras en el pasado, de acuerdo al mismo patrón que el empleado en los bautizos masivos de los mudéjares un siglo antes. En la Sierra del Agua murieron luchando 3.000 moriscos. En la Muela de Cortes, se rindieron 9.000 moriscos bajo la promesa de un salvoconducto. Sin embargo, 6.000 de ellos murieron allí mismo y los restantes supervivientes, en su mayoría niños y mujeres fueron conducidos a los puertos.
Los niños de los moriscos sufrieron grandes desventuras durante la expulsión. Desde el principio se hicieron grandes esfuerzos para neutralizar el permiso, finalmente concedido, de que los niños acompañasen a sus padres en el viaje. Balaguer, obispo de Orihuela, trató de retenerlos por todos los medios, comprometiéndose a cuidar de ellos tan celosamente como si se tratara de sus propios hijos, pero los padres declararon que antes despedazarían sus cerebros que dejarles educar como cristianos. Muchos niños, sin embargo, fueron separados a la fuerza de sus padres:
Doña Isabel de Velasco, esposa del Virrey, dio ejemplo de esto, empleando a varias sirvientas, que le proporcionaron algunos, también buscó mujeres a punto de tener hijos, escondiéndolas para que los niños fueran bautizados.
Como el trato hacia los moriscos empeoraba, especialmente como resultado de la matanza de los que se resistieron, muchos niños quedaron huérfanos, por lo que fueron vendidos o robados, porque se aproximaba el otoño y empezaba a escasear la comida:
Cuando las provisiones desaparecieron durante el confina miento a la espera de embarcarse, algunos vendieron sus hijos para librarse todos ellos del hambre. Lo mismo sucedió con aquellos que se rebelaron en la Sierra del Agua, después de ser vencidos y camino del embarque en Denia, algunos niños fueron vendidos a cambio de un puñado de higos o un poco de pan. En el desastroso intento de resistencia de la Muela de Cortes, los soldados capturaron a gran número de niños y los vendieron, aquí y allá, por 8, 10, 12 y 15 ducados cada uno.
El trato tanto hacia los niños como hacia los padres que se embarcaban, empeoró tras el primer embarque masivo de moriscos que hizo desaparecer la posibilidad de una rebelión con éxito. A medida que el proceso de expulsión continuaba, se veían expuestos a crecientes privaciones y abusos:
El destino de los exiliados era deplorable. Arrancados de sus casas sin tiempo para prepararse para su nueva y extraña vida y despojados de la mayor parte de sus propiedades, su sufrimiento era, cuando menos, terrible, pero la deshumanización se multiplicó por diez. En cualquier dirección que tomaran, se veían expuestos a expolios o cosas peores. El viaje a Africa en los barcos reales era, sin duda, bastante seguro, sin embargo, los dueños de los barcos privados que estaban contratados no tenían escrúpulos en robarles o asesinarles. Muchos de los que embarcaron, nunca llegaron a puerto; otros simplemente fueron privados de sus objetos de valor y obligados a firmar cartas que permitían a los amos exigir el precio depositado del pasaje.
Hubo casos en que los dueños de los barcos fueron castigados por sus crímenes: Fonseca cuenta que él fue testigo en Barcelona, en diciembre de 1609, de la ejecución del capitán y la tripulación de una barca que había salido de Valencia hacia Orán con sesenta moriscos. Aliándose con una falucha napolitana, las tripulaciones reunidas conspiraron para matar a los pasajeros y dividir el botín, que ascendía a 3.000 ducados. Ante la promesa del perdón, un marinero descontento reveló el crimen en Barcelona y no sólo los españoles fueron convenientemente castigados, sino que también el Virrey de Cataluña escribió al Virrey de Nápoles con detalles que permitieron detener y ejecutar a la tripulación de la falucha.
Tal castigo fue, sin embargo, una excepción a la regla general ya que se trataba de "empresas" en las que el beneficio obtenido era mucho y las víctimas generalmente despreciadas. Había pocos testigos presenciales y resulta significativo que los diez hombres que, según los decretos de expulsión, debían volver después de cada expedición para asegurar a los moriscos que quedaban el trato satisfactorio que habían recibido durante el viaje, de hecho nunca lo hicieron.
Una vez que desembarcaban, los supervivientes del viaje tenían que enfrentarse aún con más contratiempos, pues los dejaban en la parte de Africa controlada por los españoles, sin musulmanes cercanos que pudieran ayudarles. Así pues, al desembarcar en Orán, su viaje estaba solamente mediado, porque aún tenían que llegar a tierras que estuvieran en posesión de los musulmanes y el trato que recibían por el camino era terrible:
Tenían fama de llevar dinero consigo y por ello sufrían robos y asesinatos y sus mujeres eran raptadas sin compasión, tras la llegada de la primera remesa a buen puerto.
Más tarde se calculó que del número de moriscos expulsados de Al-Andalus, dos tercios perecieron en la empresa y Lea dice que es de opinión general que la proporción era de por lo menos las tres cuartas partes.
Algunos de los escasos moriscos que sobrevivieron a las duras pruebas, volvieron a España, a pesar de los edictos salvajes que condenaban a galeras a quienes intentasen volver. Sin embargo, los aceptaron ya que manifestaron su deseo de vivir como cristianos y servir como esclavos:
Se planteó la cuestión de si esto era permisible después de tales edictos y hubo un cierto número de teólogos que firmaron una argumentación, dirigida al Virrey de Valencia, para demostrar que, al igual que la Iglesia recibía y bautizaba a los moros que querían hacerse cristianos, no podía rechazar a los ya bautizados que deseaban volver a su seno, aunque estuvieran movidos por una servil atrición, que según el concilio de Trento era suficiente. Fray Bleda dio un toque de alarma, dirigiéndose al Rey acerca del tema y recordándole el destino de Saúl por haber dejado marchar a los malaquitas. El rey Felipe II replicó el 23 de mayo, dándole las gracias y diciéndole que ya había dado órdenes al Virrey para que no quedase un solo morisco en el reino.
Cuando ya habían sido expulsados los moriscos de Valencia, a principios de mayo de 1610, empezó el embarque de los de Aragón y Cataluña. El trato recibido no fue mejor que el dado a los de Valencia y todo intento de resistencia fue inmediata y brutalmente sofocado:
Cuando, durante la expulsión de Aragón, se reunieron en una pradera unos 12.000, a orillas del río Tagus, vieron cómo una pareja de cristianos viejos robaba un niño y se levantó tal tumulto que fue necesario que apareciese el comandante Don Alejo Mar y Mon, para aplacarlo. Ordenó que se colgase al más alborotador frente a su vivienda, lo cual les acalló. Después conmutó la pena de muerte por la de galeras.


Conscientes ya de los peligros del viaje en barco, muchos de los moriscos aragoneses y catalanes evitaron los puertos de embarque y huyeron hacia el norte; unos 20.000 ó 25.000 se dirigieron a Francia. Allí no fueron recibidos bien por los cristianos y se les obligó a volver a Al-Andalus. Su sufrimiento era digno de lástima. La mayoría murieron a manos de los ejércitos de ambas naciones, de enfermedades y agotamiento:
Tantos murieron y enfermaron por el calor del verano, que temían que acarrearan la peste a los barcos.
Algunos huyeron a Italia, donde no se les trató mejor que en los demás lugares. Otros, los más fuertes y jóvenes, consiguieron llegar a Constantinopla y sus descripciones del trato a los moriscos andaluces impulsaron al califa Ahmed a escribir a los gobernadores de España:
Para pedir la protección real para los exiliados, porque los gobernadores oficiales les habían despojado de sus pertenencias y les habían matado, mientras que otros fueron es candalosamente maltratados por los dueños de los barcos, que les robaron y les abandonaron en islas desiertas, llevándose como esclavos a sus mujeres e hijos.
Si bien la carta especificaba de forma concisa las depredaciones infligidas a los moriscos, esto no influyó para que cesaran y los moriscos que quedaban en el norte de Al-Andalus fueron expulsados de un modo u otro. Aunque la mayoría embarcó rumbo a Berbería, algunos llegaron a Francia en barco:
La imagen más precisa nos la da quizás una carta del 25 de julio de 1611 de uno de los refugiados a un amigo español, contando cómo unos mil de ellos, la mayoría extremeños, llegaron a Marsella, donde se les recibió dándoles la bienvenida y con promesas de buen trato, pero esto cambió repentinamente al conocerse la noticia del asesinato del rey Enrique IV, del cual se atribuyó responsabilidad al Rey de España. Se buscaron víctimas y se acusó a los moriscos de ser espías españoles; corrieron grandes riesgos personales por cierto tiempo y finalmente les fue arrebatado casi todo su dinero por una sentencia judicial.
Aquellos moriscos se vieron, en consecuencia, forzados a abandonar Francia. Embarcaron rumbo a Italia, donde no se les permitió quedarse y probablemente siguieron viaje hacia Argel.


La expulsión de los moriscos del sur de Al-Andalus, es decir de Andalucía, Granada y Castilla, tuvo lugar casi al mismo tiempo que la de Aragón y Cataluña. El edicto de expulsión se publicó en estas zonas el 2 de enero de 1610:
Su forma era algo diferente de la de Valencia. Se exigía a los moriscos que marcharan, so pena de muerte y confiscación de bienes, sin necesidad de juicio ni sentencia; les concedía treinta días para hacer sus preparativos; les permitía vender sus bienes y llevarse consigo las ganancias, invertidas en mercancía compuesta por objetos españoles, tras pagar los impuestos normales de exportación; prohibía llevarse dinero, lingotes de oro o plata, joyas o letras de cambio, excepto lo estrictamente necesario para afrontar los gastos del viaje por tierra y por mar y confiscaba sus tierras para el rey, para el servicio de Dios y del pueblo.
Estos moriscos del sur de Al-Andalus fueron los más afortunados de los que habían sido expulsados, pues su viaje fue corto. Marruecos estaba a pocas millas cruzando el estrecho de Gibraltar y allí había musulmanes para ayudarles una vez desembarcados. Estos no ofrecieron resistencia ante el edicto y muchos de ellos esperaban la salida que hasta entonces se les había impedido.
En el sur, como en el norte, se exponían al robo y al asesinato por parte de los cristianos viejos, pero sus sufrimientos eran pequeños comparados con los de los moriscos expulsados del norte de Al-Andalus. Cuando arribaban a las costas africanas, no se encontraban con las privaciones que constituían una plaga para los moriscos que desembarcaron en Orán. Por el contrario, las comunidades musulmanes de Marruecos los integraban y muchos de ellos se establecieron en la ciudad de Fez.
Tras la expulsión de los moriscos, como prometió Felipe III, se llevó a cabo una expedición para asegurarse de que no quedaba un solo morisco en el reino y para echar a los que se habían escondido. La última zona que se purgó de moriscos fue la del sur de Murcia, que no se limpió definitivamente hasta los primeros meses de 1614. A partir de entonces, la promesa de Felipe III se convirtió en una realidad.
Sin embargo, era imposible llevar a cabo de un modo completo tal empresa y había, inevitablemente, cristianos, que tenían parte de sangre morisca en las venas, que se quedaron. De los musulmanes, sin embargo, ni declarados ni secretos, quedaban huellas visibles y a este respecto, la meta que pretendía la expulsión en masa de los últimos moriscos de Al-Andalus se alcanzó con éxito. La gran mayoría de los moriscos ya no estaban en Al-Andalus ni en el mundo. Sin embargo, resultaba inevitable que quedasen los más inofensivos y los más difíciles de reconocer, además de los numerosos niños moriscos que habían sido vendidos o robados por los cristianos oficiales durante la expulsión. Una vez desaparecida de la ley del país la doctrina de la "limpieza de sangre", fueron integrándose gradualmente en la población general de España, hasta nuestros días, en que la palabra "morisco" sólo aparece en los libros de historia.
De esta forma, la eliminación de los últimos musulmanes de Al-Andalus pasó en corto espacio de tiempo de ser una propuesta a un hecho y nueve siglos después de que llegasen a Al-Andalus, sus descendientes fueron expulsados de la tierra que habían enriquecido y adornado con su trabajo. No se sabe cuántos moriscos fueron expulsados. Los cálculos fluctúan entre 600.000 y 3.000.000. El hecho es, en cualquier caso, que los musulmanes estaban en Al-Andalus y todos ellos desaparecieron.
La historia recuerda muchas vicisitudes, pero pocas tan completas como ésta. El Cardenal Richelieu describió este hecho como el más furioso y bárbaro registrado en los anales de la humanidad.
La meta de la Iglesia, que había sido la de eliminar a todo aquel que afirmara y adorase la Unidad Divina y que rechazara la religión oficial en Europa, se había conseguido de esta forma. El proceso de eliminación había comenzado con la represión de los cátaros paulicianos de Francia e Italia y la conquista del norte de Al-Andalus; había continuado con el traidor derrocamiento del Reino de Granada y con la expulsión llegaba a su conclusión inevitable y lógica. Ya no había Islam en Al-Andalus. Solo quedaban las obras hechas por las manos de los musulmanes que habían vivido allí como un recuerdo de los que se habían ido para los que vendrían después. Muchas de estas obras aún conservan grabadas o esculpidas en ellas la inscripción árabe:
La ghaliba il-la Allah (No hay victorioso excepto Allah)
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